El cuaderno de Antonio Balsalobre

Diario palestino

Empezaré condenando el terrorismo. Todos los terrorismos. El de los ocupados y de los ocupantes. Seguiré diciendo que en el conflicto palestino soy un firme partidario de la propuesta de los dos estados: el de Israel y el de Palestina. Dicho esto, paso a contar lo que he visto. Lo que dejé escrito en mi diario de viaje a ese territorio.

Jerusalén. 22 de febrero de 2020. Ha cesado la lluvia, aunque el cielo sigue encapotado. Un poco más abajo de la Puerta de Herodes, me adentro en Jerusalén Este, el barrio musulmán de 280.000 habitantes ocupado por Israel, a raíz de la Guerra de los Seis Días, allá por 1967. Es como salir de un mundo para entrar en otro. Saltar de la prosperidad a la pobreza, sin transición. En su interior, decenas de miles de judíos viven en los pisos modernos de los asentamientos ilegales, fuertemente vallados y amurallados. Así es toda Cisjordania. Un queso gruyère con cientos de asentamientos judíos fortificados en sus entrañas. Mientras contemplo el valle y los montes circundantes desde un mirador, hablo con un palestino de mi edad que está a mi lado. Me dice que es gazatí y me cuenta, entre otras cosas, que unos vecinos suyos vieron morir a sus cinco hijos pequeños en uno de los muchos bombardeos de la aviación israelí sobre Gaza. Reproduce el sonido del ametrallamiento. “Las autoridades hebreas, aclara, reconocieron el error y les prometieron 100 dólares de indemnización por cada muerte (unos 500 euros en total). Han pasado los años, remata, y todavía no los han cobrado”.

Belén. 25 de febrero de 2020. Me alojo en el Hostel Habibi, que está muy cerca de la Iglesia de la Natividad y tiene unas vistas soberbias sobre las colinas circundantes densamente pobladas. El aire rezuma fervor religioso, en este caso, cristiano. No se me olvida que muy cerca de allí hay un muro. Un murallón de una obscenidad insoportable, al que me acerco. Lo tengo ante mis ojos, cubierto de grafitis redentores. Un muro de hormigón de 800 kilómetros que los palestinos llaman de la “separación”, los israelíes, de la “seguridad”, y los activistas, del “apartheid”. Un muro ilegal que separa familias, pueblos y ciudades, y que se extiende por Cisjordania y rodea Jerusalén. Pegado al muro se encuentro el campo de refugiados de Aida. Lo creó la ONU hace 75 años y todavía sigue allí. Paupérrimo, caótico, descorazonador. Debe de ser muy duro vivir en esas condiciones, siendo refugiado en tu propio país. Hay carteles reivindicando a los mártires, algunos muy jóvenes, con subfusiles en ristre. Un residente con corte de pelo moderno me ayuda a salir de ese laberinto de pobreza. “Aquí no tenemos nada, solo miseria. Pero ahora soy feliz, me dice. Porque soy libre. He pasado cuatro años en las cárceles israelíes”. Es joven. No le hago más de veinticinco años. También me cuenta que los soldados ocupantes suelen entrar por la noche cuando hay disturbios a detener a los que tienen fichados. Y que disparan a discreción. “Es duro, prosigue, pero así es desde que se empezaron a producir las primeras intifadas”.

Ramala. 29 de febrero de 2020. “De Jerusalén a Ramala hay unos 20 kilómetros, pero el viaje se hace interminable. Check-point de Qalandia en el camino para entrar en el “West Bank”, embrión de lo que debe ser el Estado Palestino. Hay colas interminables, control de documentación, preguntas inquisitivas… Y eso que el problema no es tanto salir de Jerusalén sino entrar. Pululan los asentamientos ilegales israelíes en las colinas adyacentes protegidos por muros y alambradas. De nuevo, a tiro de piedra, nos encontramos con dos mundos opuestos. Van apareciendo calles sin asfaltar, suciedad, escombros por doquier, tiendas destartaladas, edificios abigarrados, caos circulatorio y urbanístico… multitudes que van y que vienen. El centro de la ciudad es otra cosa. Hay banderas palestinas, carteles gigantes de Yaser Arafat y Mahmud Abbas, proclamas patrióticas… Me sorprende lo occidentalizadas que están las mujeres, su aspecto laico. Nada que ver, por ejemplo, con Marruecos. También la cantidad de gente joven que inunda las calles. Coincido en un banco, en el que me he sentado para tomar aliento, con un octogenario. Se llama Albert y es un palestino cristiano. Me cuenta que existe aquí una minoría cristiana con peso histórico. Intercambiamos opiniones sobre el conflicto. Se muestra muy escéptico. Ha conocido todas las guerras entre unos y otros. “Esto no tiene arreglo, me dice, porque desde un principio los dos lo han querido todo. Ahora Israel, con la ayuda de Estados Unidos, es la gran vencedora y no parará hasta anexionar todo el territorio”. Le hago saber que lo veo más inclinado por la causa árabe. Esboza una mueca escéptica. “Tal vez, me confiesa. Será porque los israelíes me mataron a un hijo de 17 años.”